jueves, 27 de diciembre de 2007

Restos y Rastros. Museo del Tiempo

RESTOS Y RASTROS

Manuel Delgado

Se plantea con frecuencia la discusión sobre cual es el papel que debe ocupar la memoria en el diseño de las ciudades modernas. Frente a esta cuestión, nuestras autoridades políticas y urbanísticas optan por la generación de espacios sin identidad –los famosos no-lugares que tan bien encarnan los centros comerciales, por ejemplo– o por la disposición de escenarios que presumen ser memorísticos y evocadores, pero que no son luego en realidad otra cosa que barrios museificados –es decir, momificados–, que se presumen históricos, aunque su característica es que la historia –la vida, la lucha, el conflicto– ha sido expulsada definitivamente de ellos. Por no hablar de la manera como se siembra todo espacio urbano de monumentos destinados a hacerle recordar al habitante y al transeúnte lo que debe ser recordado.

El trabajo de José Antonio Portillo es una magnífica oportunidad para pensar acerca de esas cosas, esto es sobre cuál es hoy el lugar de la memoria o cómo la memoria siempre tiende a encontrar su sitio. No voy a insistir en las cualidades creativas del trabajo de Portillo. No me corresponde y además están a la vista. Hay un trabajo de especulación formal cuyo valor se me antoja indiscutible y un diálogo con la belleza que recorre toda la obra de este creador, pero esos son aspectos que seguro que cuentan con mejores glosadores que yo.

Lo que creo que me corresponde, desde el punto de vista de las ciencias sociales de la ciudad, es más bien subrayar lo que implica este juego a que José Antonio ha invitado a estos muchachos, de marcar la relación íntima entre sitio y cosa, entre objetos supersaturados de resonancias evocativas y puntos del mapa urbano no menos cargados de significación emocional. El mérito de la propuesta de Portillo es no sólo es estéticamente remarcable, sino que resulta al mismo tiempo éticamente pertinente, sobre todo en los malos tiempos que corren para las líricas urbanas, es decir para el derecho que todos tenemos a poetizar nuestra ciudad, que es toda ciudad en que vivimos o por la que pasamos.

El talento de José Antonio Portillo ha sido el de procurar una siembra –literalmente– de memoria, pero haciéndolo no ha hecho sino conceptuar y elevar a la calidad de explícitamente creativo un acto que es en realidad cotidiano. Es decir, formaliza, da volumen y remarca, algo que ya hacemos, que hemos siempre, todos, constantemente. El trabajo de memoria en que Portillo ha complicado a sus jóvenes colaboradores es el nuestro, tanto como el suyo. Porque en eso consiste habitar o transitar las ciudades, en convertirnos en seguidores de rastros propios y ajenos, recuperadores de restos que suman, puesto que son vidas vividas por otros que todo paseante o merodeador recoge y asume. Eso, y no otra cosa, es eso a lo que llamamos ciudad.

La propuesta de Portillo –repito: estética, pero también moral y política– lo que hace es escenificar cómo funciona y qué es la memoria colectiva. Atención: no común, sino colectiva, en el sentido de que es una memoria compartida pero no idéntica, puesto que cada persona la enhebra con los mismos elementos del paisaje, pero de manera siempre distinta, de manera que la memoria de cada cual continua en la memoria de los demás. Esa memoria colectiva –la memoria urbana por excelencia– se opone sobre todo a la memoria oficial, esa memoria que orienta las grandes políticas monumentalizadoras, la que distribuye estatuas y nombres de calles, la que tematiza los centros urbanos para convertirlos en mausoleos para turistas.

Esa memoria colectiva de la que el trabajo de Portillo y sus jóvenes colaboradores es ilustración trabaja como propone y dispone José Antonio: poetizando, o, lo que es lo mismo, localizando, dotando de memoria el cruce entre dos itinerarios. Es esa memoria al mismo tiempo individual y coral la que hace que lo urbano sea urdimbre de caminos e intersecciones, con los que cada cual levanta sólo o en compañía su propio mapa de la ciudad, que puede coincidir con los otros planos en sus puntos de referencia, pero no en su organización. Esa memoria urbana es fractal y atómica, dispersa e inestable, y es justamente esto lo que le permite ser hasta tal punto integradora. La memoria oficial, en cambio, quiere ser memoria orgánica, memoria reducida, central, unificada.

Estoy hablando de memoria urbana, aunque de hecho no existe propiamente una memoria urbana. Existen memorias urbanas, o en cualquier caso una memoria al mismo tiempo compartida y diseminada, una polifonía de pasos que sigue todo tipo de rastros en todas direcciones y a toda hora, un único mecanismo interactivo que manipula los mismos elementos cronológicos y topográficos de una forma infinitamente diversa.

Es una multitud inmensa de niños y de niñas como los que ha convocado Portillo –y de hombres y de mujeres, y de viejos y viejas, y de extranjeros y de lugareños– la que penetra y coloniza el espacio abierto de la ciudad con innumerables memorias. Es la inteligencia secreta de esa masa viva la que llena de monumentos la ciudad, invisibles para quienes no los han erigido, enterrados como estos de Portillo –enterrados a veces no en lo hondo, sino en la superficie misma de las calles y las paredes–, monumentos sólo perceptibles a veces desde la memoria personal o grupal que los identifica y, haciéndolo, se identifica. Cada uno de sus lugares-reminiscencia es, a su manera y para quien en ellos ata el pasado y el presente, una suerte de centro que, a su vez, define espacios y fronteras más allá de los cuales otros seres humanos se definen como otros con relación a otros centros y a otros espacios.

Esa es la ciudad real, la de carne y hueso. Universo de los lugares sin nombre, archivos secretos y silenciosos, relatos parciales de lo vivido, recuerdo de gestas sin posteridad, marcos incomparables para epopeyas minimalistas para quienes sólo tienen su propio cuerpo, incapaces de pensar ni de pensarse si no es términos al mismo tiempo somáticos y topográficos. Frente a las ciudades espectaculares, conmemorativas, triunfales, falsas de los políticos y los urbanistas a su servicio, los practicantes secretos de lo urbano, como estos que Portillo ha comprometido con su proyecto, no hacen más que llenar las ciudades de monumentos clandestinos, marcas y muescas cada una de las cuales evoca un momento histórico, un encuentro al más alto nivel, una batalla terrible o incruenta, un recibimiento triunfal, una derrota, un levantamiento, un naufragio, una catástrofe o un portento, una defensa heroica, una aparición sobrenatural, un adiós para siempre. Registros escriturales polivalentes y palimpsésticos, acrósticos escritos con una caligrafía ilegible. Infinita superficie de inscripción de huellas innumerables, en que se marcan constantemente intrincadas correspondencias. Puerto y desembocadura de memorias. Las calles, las plazas, los parques, los vestíbulos de las grandes estaciones, los andenes del metro, incluso los triviales centros comerciales, están saturados de esa delirante lógica que suma y remueve toda la infinita red que forma lo inolvidable de todos, el murmullo y el clamor de las ciudades.

Compárense los grandes monumentos que las instituciones han levantado en las ciudades que administran, y comparémoslos con el laberinto de recovecos que Portillo y estos muchachos nos invitan a recorrer para que nos perdamos en él. Todo monumento oficial expresa la voluntad de hacer de cada espacio un territorio acabado, definido, irrevocable, puesto que es una expresión vicaria del Palacio, lugar cimero de la representación arquitectural del poder político. Por ello, todo monumento es ante todo eso, una erección, y una erección no sólo en el territorio, sino del territorio mismo.

Su función es la de proclamar una centralización intercambiablemente política y sexual: la monarquía absoluta y viril de lo Único. Se la da la razón a quienes han desvelado como la concepción formal de las ciudades siempre toma como modelo el cuerpo masculino, monárquico, organizado en torno al cetro o al falo. Esa es la ciudad de los grandes monumentos que se yerguen aquí y allá, la ciudad hecha dominio y hecha dinero. La ciudad fálica, el Poder, el Uno. En torno a él, no obstante –el mérito de Portillo es advertirnos de ello–, se multiplican inquietantes, se extienden infinitamente, todas las expresiones de la Potencia. Y es que a ras de suelo todo son intersticios, grietas, ranuras, agujeros, intervalos, escondites... La ciudad profunda y oculta, la república de lo Múltiple. Lo uterino de las ciudades.

Manuel Delgado (Profesor de Antropología de la Universidad de Barcelona )

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